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son, más bien, valles

Empezaron los síntomas y yo no tenía idea de lo que estaba pasando. Fue a los quince. Hacía un chingo de ejercicio, entonces tenía este desfogue super chingón. Pero murió un tío que era como mi figura paterna, fue una muerte súper repentina. Ahí mi primera depresión. Muere mi tío y luego me lesiono la pierna. Primero era tristeza, enojo; no quería ir a la escuela, empecé a aislarme y a comer un montón. Al principio la gente me preguntaba qué tenía, si estaba bien: entre comprensión fingida o superficial. Luego empezaron a apartarse. Poco a poco mi círculo de amigos se fue dispersando.

     Antes ya había ido a terapia. A los doce fue la primera vez. Fui al psicólogo porque mi papá me golpeó. Luego eso: volví a terapia hasta los quince. Recuerdo que la psicóloga me ponía a pegarle a la almohada, a hacer dibujitos y cosas así. Pero los dibujitos cada vez estaban más densos y yo cada vez le pagaba más y más culeramente a la almohada. Entonces me llevaron con una psiquiatra.

     Yo soy de una ciudad chica y, como buen “pueblo chico”, los psiquiatras están acostumbrados a tratar a señoras cuarentonas divorciadas, ya sabes: Prozac, Prozac, Prozac, pero no a adolescentes con bipolaridad.

 

Me imagino que a esa edad todo se lo adjudican a eso mismo ¿no? A “La edad”, a que eres adolescente.

 

Sí, además yo era súper hostil. Iba a terapia a fuerza y encima la doctora tenía un trato rudo conmigo. Hacía anotaciones y no me dejaba verlas: era su mona de circo. Con ella las sesiones eran peleas. En ese momento, según yo, ninguna pastilla iba a cambiar la situación: me quería morir pero no me quería matar. Mi postura estaba clara: se acabó mi vida, voy a comprar pan con mermelada, ver tele y que nadie me hable. A veces me llamaban amigos, pero ya no respondía llamadas. Me encerré en mi casa. Veía Friends y todo lo que pasaba en Sony. Dejé de ir a la escuela, dejé de hablarle a todos. Ésa era mi vida: ver tele o dormir. Dormía de noche y de día. Me sentía señalada, me sentía incómoda. Sentía que a la gente le molestaba mi presencia porque todo el tiempo estaba triste, y pues qué hueva. 

     La psiquiatra no me dio un diagnóstico claro. Era estar en un quita y pon de medicamentos. Probaba a ver qué servía y qué no sin decirme qué era lo que tenía. Jarabes, pastillas, inyecciones… Había pastillas con las que no podía ni caminar. Hubo veces en las que mi mamá me bañó, sentándome en una silla, porque no podía siquiera sostener la cabeza. Estaba completamente sedada. Dopadísima y sin mejoría: seguía igual de triste, igual de enojada, nomás que con un putazo de medicamento. 

 

Y para tu mamá ¿no había problema con eso?

 

Mi mamá tampoco tenía muy claro qué hacer. Para ella la respuesta era llevarme con la doctora, la “experta”, y ya. El que realmente me salvó fue un tío. Su hijo también es bipolar. Cuando me vio le dijo a mi mamá que yo necesitaba a alguien realmente especializado. Entonces me llevaron al DF. Mi primera doctora ahí fue jefa de psiquiatría de la UNAM. Tenía muchísima experiencia y una de sus especialidades era la bipolaridad. Llegué al DF, y de la primera cita salí con diagnóstico y tratamiento. Me entrevistó y dijo: “eres bipolar, no hay vuelta de hoja. No se quita, se controla. Tienes que tomar medicamento toda tu vida”.

     El tratamiento empieza a tener efectos en un lapso de tres meses. En esos tres meses empecé a sentirme muy diferente. Me acuerdo que pensaba: ¿apoco así siente la gente “normal”? Me sentía equilibrada. Todos tenemos oscilaciones y cambios de ánimo, pero una forma en la que yo describo mi enfermedad es cuando esas oscilaciones son mucho más acentuadas. No es esto de “jajajajajaja” y luego lloras (ahora todo mundo usa el término bipolar como chiste). Son, más bien, valles. Y es cíclico: súper cíclico. “Somos bi ai pi, con be grande”. Ése era el cotorreo con mi primo, pero él igual se las vio muy cabronas. 

     Es una etiqueta bien cabrona, y más a la edad en la que a mí me diagnosticaron. Y más en ciudades pequeñas. Porque en el DF a nadie le importa qué carajo pasa con tu vida, o al menos eso experimenté después. En esas primeras etapas estaba muy vulnerable: si ya con la edad está cabrón, encima un diagnóstico que al principio no dimensionas. Era como si me estuvieran limitando un montón porque con el tratamiento me sugerían no desvelarme, no tomar alcohol, evitar Coca-Cola, café, estimulantes en general. No mames, dije, tengo dieciséis y “no tomes, no fumes”, casi casi “no cojas, no bailes pegado”. Si ésas son las condiciones, mejor me voy a la mierda. Eso pensé. 

 

Pero siempre es cambiante. Es decir, no hay casos en los que tiendes a irte más hacia la manía o hacia la depresión.

 

No, porque eso ya no sería bipolaridad. Puedes ser predominantemente maníaco o predominantemente depresivo, pero siempre con una acción hay una reacción: pasas un valle de acelere y luego te vas para abajo. Eso es inminente. Con tratamiento no te vas ni tan arriba ni tan abajo: la medicina te sostiene: es tu ancla.

 

Pero de ese breakdown a los quince, con lo de tu tío, a esa sensación de “normalidad”, ¿cuánto tiempo pasó?

 

Dos años, más o menos. Mi mamá me llevó con psicólogos, curanderas, la psiquiatra culera, lo intentó todo. Y en ese inter sucedió algo que terminó siendo un punto de inflexión clave: fue un viaje de estos de quinceañeras al que muchas niñas de mi escuela iban a ir. Mi mamá le preguntó a la doctora (la primera, la mala) si yo podía ir, si me caería bien. “Claro, sí, que se lleve sus medicinas y listo”. El viaje era a Disneylandia, y pues ¡que me voy a Disneylandia! y ¡que me da manía en Disneylandia!

     Disneylandia es el lugar ideal para tener una manía. Me separaba del grupo todo el tiempo, me quedaba dormida en las tiendas sobre los peluches, despertaba y salía otra vez corriendo; corrí por todo el parque, me robé cosas... Me sentía la puta ama. Además no robaba cosas para mí: robaba cosas para la gente. Íbamos en grupo y si alguien decía “me gusta eso”, pues yo iba y volvía de que “ten, lo robé para ti”. O sea, imagínate cómo era mi pinche acelere que me subí seis veces seguidas a la montaña rusa de Hulk. Además a mí me da hueva eso de que a fuerza te quieras sentar con tu grupito, entonces me metía sola a todo y pasaba más rápido porque me sentaba en los huecos. Entonces el staff vio que me había subido seis veces sola, y se acercaron a decirme que a la gente "como yo" les estaban armando un paseo para probar juegos nuevos. Ese grupo terminó siendo gente de todas las nacionalidades adicta a los roller coasters y yo, la bipolar eufórica. Estuvo cabrón. Ahí fui inmensamente feliz, me divertí mucho: demasiado. Era una euforia brutal, pero ¿cómo iba a ser eso normal?

Pero ¿te dabas cuenta? Es decir, ¿eras consciente de la situación?

 

¡No! Era mi primera manía porque la psiquiatra ésta me dio un chingo de antidepresivos.

 

Te habías alejado de todo mundo, te vas a este viaje y ¿tu manía hizo que volvieras a interactuar?

 

Pues imagínate que yo robaba cosas para todos: yo era “chingona” y todo el mundo era “mi amigui”. Además, la monitora que nos llevó era viejita. Al volver regañó a mi mamá, y mi mamá lo único que podía decir es “la doctora me dijo que estaba bien”.

 

Una amiga con ceguera degenerativa nos contaba que cuando se probó unos lentes especiales (última tecnología, carísimos, vaya: fuera de su alcance) para su problema, dimensionó por primera vez la poca visibilidad que tiene. Es decir, no sabía que “ver bien” era ver tan bien. No podía creer que la gente “normal” viera así. ¿Sentiste algo similar cuando te dieron diagnóstico y tratamiento correctos?

 

Sí. Aunque tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. La bipolaridad te dota de una hipersensibilidad. Las cosas te conmueven de una forma muy especial. Sientes todo muy intensamente. Puedo estar berreando en frente de una obra de arte: ésa es la diferencia entre mi yo "libre" y mi yo con medicamento, con él estoy regulada: sí siento bonito pero no pierdo el aliento (ni el control). Ahora que tengo mucho más autoconocimiento, siento que mi enfermedad también puede ser un súper poder: si mañana, por ejemplo, no tengo nada importante que hacer, no me tomo la medicina y me pongo a escribir o a escuchar música. Entonces siento un poquito de libertad. Pero igual sé que si no me tomo la pastilla no me da sueño, entonces un día entero no duermo. Y si dejo pasar más tiempo, cada vez es más acelere. He estado cuatro días sin dormir; al tercero ya empiezas a ver cosas. El cuerpo se cansa pero la mente no. 

 

¿Ni un minuto sin dormir?

 

Ni un minuto. Necesito medicina para dormir. Que el objetivo no es que duerma, sino que sea mi ancla, pero tiene un efecto hipnótico. Por eso la tomo en la noche. Sientes que te apagas sin querer: mi sueño casi siempre es inducido. Eso igual es feo porque prácticamente nunca he sentido sueño natural.

 

Qué fuerte, siendo algo tan vital. Es como si alguien necesitara medicina para tener hambre.

 

Y siempre tuve problemas para dormir. Me acuerdo que desde muy niña le preguntaba a mi mamá qué hacer para quedarme dormida. “No pienses en nada”, me decía. Y pues no. Imposible. No podía hacer eso.

 

Cuando conociste a la psiquiatra-"eminencia" en el DF ¿tu actitud fue todavía de resistencia frente a una doctora y un tratamiento, o fue más bien alguien que te "alumbró" la existencia?

 

A esa edad no dimensionas: no estás apta para tener cuidados contigo misma, para tener noción de responsabilidad respecto a ti. El hecho de que me dijera que no podía tomar y salir me jodió bastante. Claro que después esa doctora fue un punto clave para lograr mi estabilidad. Pero eso después: lo entendí mucho después.

 

Pero tú te aislaste y, a pesar de eso, ¿anhelabas tener una vida adolescente “normal”?

 

Algo que es súper común es que estás de la mierda, sigues el tratamiento, empiezas a sentirte bien y lo dejas. Eso siempre pasa. Entonces yo iba mal, en esos tres meses me sentí mejor, y ahí es cuando dije “me quiero seguir divirtiendo”. Ya conocía la “montaña rusa”: si quería subir en ese momento, sabía que eso, eventualmente, implicaba bajar. En ese momento no me importaba pagar las consecuencias y empecé a "gestionarme" así.

     Nunca dejé del todo el tratamiento, pero sí por días o temporadas. No podía dejarlo por completo porque mi mamá andaba sobres para que me lo tomara, y porque siempre que lo dejaba pasaba algo culero. Ésa es otra constante: cuando te da el bajón, ahí si corres en chinga a tomarte tu pastillita. Pero aún así yo tomaba alcohol y traía mi pinche desmadre.

 

¿Te mudaste al DF a partir del diagnóstico de la otra doctora?

 

No. Me mudé uno o dos años después. La doctora me daba muchas recetas firmadas. Si hacía falta iba a mi ciudad. 

 

¿A qué te refieres con “si hacía falta”?

 

A que una vez, por ejemplo, me tomé cuatro Rivotriles.

 

Evidentemente no recetados.

 

No. Bueno, más o menos. Bueno, no. Tienes razón.

     A ver, lo del novio creo que aquí es importante. Por él devino otro cambio fuerte. Fue mi primer pareja: yo tenía diecisiete-dieciocho, duramos como dos o tres años. Él sabía cómo contenerme, bien cabrón. Siempre supo qué hacer.

¿Tú le contaste?
 

Le conté de mi enfermedad, pero no le conté cómo tratarme: él ya sabía: su papá y su hermana tienen bipolaridad, entonces ya tenía un montón de callo. Me ayudó mucho, pero después se fue a vivir a otra ciudad y ahí fue cuando me dio otro pinche bajón horrible. Su presencia era una contención enorme. Me mega desmadré sin su contención emocional.
     Se fue, me puse súper peda con mi mejor amiga (compramos Karat, un vodka asqueroso: imagínate que costaba más el jugo que el vodka) y terminó pasando todo. En ese momento yo ni siquiera sabía qué era “todo”. Yo no tenía idea, y ella menos. Hasta años después concluí que sí, que eso había sido sexo, que eso ya contaba como sexo. Total, que cuando lo descubrí me gustó. Después de eso decía que era bisexual para no salir del clóset tan de golpe y, como tenía muy claro que me mudaría al DF, sabía que ahí podría hacer lo que quisiera. Pero mi amiga no planeaba irse: para ella nuestro desmadrito fue todo lo contrario.

     Después vino otra época horrible. Se acababa de ir mi exgüey y me enredé con otro. Si ya estaba aislada, me aislé aún más porque nadie aprobaba esa relación: me llevaba casi quince años. Era muy feo, daba clases de cine y vivía con su mamá. A mí me encanta el cine. Con tanta medicación estaba muy vulnerable, y muy aislada. No pensaba meterme con él, sólo quería hablar con alguien. Pero me agarró muy frágil anímicamente. Con él perdí mi virginidad, digamos, de himen. Y culeramente: me dolió un chingo: me dolió físicamente y después emocionalmente. Le pedí que parara y me dijo “no te puedes quedar a la mitad”, y siguió. Por eso enunciarme gay fue otro salto, otra crisis y otra cura.

     Al poco tiempo finalmente me fui a vivir al DF.

            

¿Sola?

 

Sí. Me fui sola pero viví con mi mejor amigo gay, que fue como mi primera esposa. Él súper varonil pero súper jota, yo pues súper lencha, y los dos pues muy felices juntos. Juntes. 

 

Ese lugar común de irte a la capital a salir del clóset…

 

Claro. Todas las jotas se van al DF. Fui muy feliz ahí. Viviendo sola, con el corazón y el himen rotos. Tuve una novia que me duró una semana, volvieron las pedas monumentales, agarré de nuevo el desmadre. Pero yo estaba ahí "para estudiar”. La cosa era que con todas estas crisis de mi enfermedad y mi sexualidad, los estudios implicaron otra más. No tenía idea de qué quería hacer. Siempre había querido escribir pero a la vez tenía mucho miedo. 

     Empecé estudiando Economía y las clases que más disfrutaba eran Filosofía y Literatura. Luego me asaltaron y la pasé muy mal. En ese periodo tuve una crisis de ansiedad en la que me tuvieron que sedar. Llevaba cuatro noches sin dormir, estaba muy nerviosa, fui al hospital. Cómo me habrá visto el doctor, que me dijo: “llámale a alguien que venga por ti porque no vas a poder regresar sola”. Es muy fuerte que te digan que tienen que sedarte de inmediato. Me inyectó,  y no me acuerdo del resto.

     Luego otra montaña rusa: me mudé. Adiós Economía, adiós DF. Estuve un rato en mi ciudad y al poco tiempo me fui a Guadalajara. Estudié ahí tres años y me di de baja, otra vez. Ahí fue en donde empecé a drogarme. 

 

Drogas duras, ¿o qué?

 

Primero sólo mota. Siempre he estado muy acelerada y el letargo de la marihuana era padrísimo para mí. Es. Pero si eres bipolar y te pones a fumar mota como idiota, te va mucho peor. Me quería matar. Bueno: hacerme sufrir para entonces matarme, o morirme. Lo que elegí fue tener acciones autodestructivas que me terminaran matando. 

     Ahí empecé a tomar mucho, a fumar un chingo, a tener un chingo de fiesta, a ser súper promiscua. Llegué a relacionarme con gente muy cabrona, muy tirada a la mierda. Iba mucho a un antro que era como la Meca de los drogadictos. Después de cada fiesta amanecía con diez contactos nuevos en el teléfono y les hablaba para que sacaran la fiesta. En una de esas un güey pasó por mi en un Corvette amarillo, ni me acordaba quién era. Me llevó a casa de unos amigos que se metían DMT, y pos me metí DMT. Era una pipa de cristal y un polvo entre blanco y amarillo. Se prende, se quema y inhalas el humo pero lo mantienes: tienes que aguantarlo lo más que puedas. Es una sensación indescriptible. Se me pasó y les dije “quiero otro”. Esa noche me metí cuatro pipazos. Al poco tiempo me internaron.

 

¿A un psiquiátrico o a rehabilitación?

 

Por drogas. A un centro de rehabilitación.

 

Pero  eras adicta a algo?

 

No. Bueno, a destruirme.

     Ahí te va. Tiene que ver con otra relación. Tuve una novia que tenía doble personalidad. Es de las personas más brillantes que he conocido en mi vida. La llevé con mi psiquiatra para que le explicara mi enfermedad: quería que supiera lo que implicaba estar conmigo (aunque en realidad ambas estábamos aprendiendo cada una a conocer su enfermedad). Nos acompañamos mucho: supo cómo lidiar con mis crisis y yo con las suyas. Le puse el cuerno once veces, pero vivimos cosas que nadie más entendería. Cosas muy oscuras y muy culeras. Fue una relación de contención para las dos y terminó siendo un entendimiento muy profundo de ambos trastornos. 

     La primera vez que la vi cambiar de personalidad estaba en mi casa, estábamos platicando en mi cama. De repente era otra persona. 

 

Ya sabías de su enfermedad...

 

No. Lo intuía. Sufrió abusos muy fuertes y me los contó. Entonces sospechaba que había tenido una disociación, pero nunca había visto que se manifestara. Cuando pasó yo sabía perfectamente qué era lo que estaba sucediendo. Esa fue la tercera vez que le pasaba. Las otras dos habían sido después de los abusos.

 

¿Te documentaste sobre trastornos o todo tu conocimiento derivó de experiencias?

 

Desde que te diagnostican algo te dan tu “kit de información”. Leí mucho. Pero ella más. Si yo me había leído diez libros, pues ella treinta. Sabía todo. Después me cortó: tenía un tumor en el cerebro y no quería que yo viviera el proceso de cerca. Nunca volví a saber de ella. Ahí fue cuando empecé a drogarme culero. Coca, tachas, de todo

     Una noche salí del antro ése, “la Meca de los drogadictos”, y en eso me dice una chava “¿eres Pilar?”. “Sí”. Me agarraron de los brazos y me suben a una camioneta. Entonces pensé, “Los narcos! Ya valí madres”. Pero no. En la camioneta estaba mi mamá. Yo seguía tan drogada que todavía pedí que pusieran música en el camino. Al otro día me internaron en el centro de rehabilitación. 

     El lugar, hasta eso, no era feo. Tenía alberca y caballos. Era como una cárcel liderada por ex drogadictos. El sistema es por colores: rojo, amarillo y azul. Al llegar todos somos rojo y conforme pasa el tiempo vas cambiando de color según tus avances. “Los rojos” comen primero y no pueden usar zapatos: sólo chanclas.

     Teníamos visitas los domingos, pero los primeros fines no quise ver a mi mamá. Estaba encabronada con ella por haberme internado. Había área de mujeres y de hombres: había prostitutas, vagabundas… éramos una vieja fresa y yo: todas las demás súper banda. La otra se había intentado matar con Rivotril (o sea, súper fresa) y yo con tres meses de “drogadicta”. Comparada con el resto, yo no había tocando fondo. 

     Algunos días nos ponían música electrónica y nos daban refresco. La idea era que lográramos escucharla sin que se nos antojara drogarnos. Era como una reprogramación muy extraña. Todos los días madrugábamos y rezábamos la Oración de la Serenidad agarradas de las manos.

 

¿Era un centro religioso?

 

No. La Oración de la Serenidad la enseñan en muchos centros de rehabilitación alrededor del mundo. Concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, cambiar las que sí puedo, y sabiduría para discernir la diferencia. Eso todos los días. Luego teníamos que decir de qué estábamos agradecidas. En ese momento yo no estaba agradecida de nada. 

     Cuando pasas a color amarillo tienes que hacer cierta cantidad de “señalamientos” diarios. Eso es que tienes que acusar a las demás: si alguien comete una falta, te pones frente a esa persona y dices “compañera, te señalo como ingobernable”, por ejemplo. Si no lo hacías, te castigaban. Como Vigilar y Castigar, de Foucault. Era culero porque todas andaban hambrientas de señalamientos para no recibir castigo.

 

Wow. Como una secta.

 

Totalmente. Cada semana se hacían “confrontos”: te sentaban en un banquito y te insultaban. Gritos y ofensas durante una hora, o por ahí. Todo era “terapia”. Al final, la verdad sí sirve: después de que cincuenta pendejos te griten para hacerte llorar, no tienes de otra más que hacerte fuerte.

 

¿Hay alguna frase que te hayan dicho en ese banquito y que aún te resuene?

 

​A mí desde el principio me cagotearon. Cuando me presenté dije algo así como “mi nombre es tal. Soy drogadicta, bipolar, lesbiana, ninfómana”, y les menté la madre a todos. Ésa fue mi llegada.

     Conmigo se ensañaron mucho porque sabían que no era realmente adicta. Me confrontaron no sólo los compañeros sino los psicólogos: me tiraron el examen psicométrico en la cara y me dijeron “Ahí está tu inteligencia: no has terminado nada ni terminarás nada. Eres una pendeja”. Luego me aventaron mi medicamento. Te atacan, te gritan, te manotean, te truenan los dedos. Muy, muy culero. No tienen permiso de tocarte.

 

¿No crees que con otro tipo de tratos igual te habrías rehabilitado?

 

Antes de este internamiento estuve en un psiquiátrico. Fumé un churro de Kronic y tuve un malviajesote. Me llevaron al hospital y cuando desperté ya estaba sedada y amarrada. Pensaron que no iba a despertar. No me acuerdo mucho de ese periodo. Tengo flashazos. Reaccioné dos semanas después.

     Pero no: después del segundo internamiento fue cuando dije “no, ni madres. No me vuelvo a drogar”. Creo que tenía que pasar algo así. Lastimé a mucha gente y me lastimé mucho a mí misma.

 

¿Cuánto tiempo estuviste internada?

 

Dos meses. Los gestores del Centro decidieron detener mi tratamiento y se lo dije a mi doctor. Entonces, imagínate. Les pegó una cagotiza. Cuando se fue, yo sabía que se la iban a agarrar contra mí. Al otro día mi mamá me recogió. Fue como un milagro. Me sacó de ahí y volví a casa: podía comer lo que quisiera, ¡tenía agua caliente!

 

¿Hiciste amigas en el Centro?

 

Una. Bueno, dos. Platicábamos mucho. Pero teníamos prohibido pedir datos de contacto y mantener cualquier relación. Me habría encantado. 

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