top of page

es otro clóset

Hay tipos de depresión. Una es la clínica, que es hereditaria, como la mía, y las circunstanciales: o sea, que te pasó algo y necesitas tratamiento para salir del “trauma”. En mi caso es pa’ siempre. Desde chiquitita he vivido la depresión de cerca, desde que tengo memoria. No porque yo la padeciera en ese entonces sino por mi mamá y uno de mis abuelos. Ambos han sufrido depresiones muy severas. A mí me cayó el veinte a los cuatro años, cuando nació mi hermana: a mi mamá le dio una depresión post parto, tuvo episodios muy fuertes. Estuvo hospitalizada por eso.

 

Pero ella ¿ya lo sabía?

 

Ella lo sabía. Desde la adolescencia, su adolescencia, lo sabía. Supuestamente estaba controlada, pero cuando nació mi hermana se juntaron muchos factores que detonaron que recayera. En el 90 los negocios de mi papá y mi abuelo se fueron a pique. A mi abuelo le dio una crisis depresiva y se fugó al rancho. Una crisis de salud familiar y una crisis económica: todo se juntó. Fue una parte súper telenovelera pero muy fuerte para una niña de cuatro años. 

 

¿Apoco te acuerdas de todo eso?

 

Estaba chiquitita, pero sí me acuerdo. Me acuerdo mucho del sentimiento. Veía muy triste a mi mamá. ¿Te acuerdas que viví aquí un tiempo de niña? Bueno, pues fue esa vez. Fue por eso. Total que cuando mi mamá se recuperó, regresaron a vivir a la antigua casa pero a mí me dejaron con mis abuelos. Sentí que era mala hija, que no era lo suficientemente buena. Me acostumbré a ver a mi mamá siempre “triste”, siempre llorando, siempre pasándola mal, siempre quejándose, nunca disfrutando las cosas. Ahora lo podemos platicar, pero, por una parte, de niña yo creía que así es la vida, y por otra, pues híjole, que no era suficientemente buena hija y por eso mi mamá sufría.

     Con el abuelo era lo mismo: tristeza, llanto, estar en cama. Conviví con la depresión desde muy niña. A veces siento que aprendí a vivir así. Creo que yo ya estaba enferma mucho antes de que me empezaran a tratar. 

 

¿Tienes el recuerdo de sentirte mal todo el tiempo?

 

Sí. Obviamente sé que la tristeza es natural en la vida del ser humano. Pero la tristeza continua, el hecho de que ni aunque te esté pasando lo mejor del mundo puedas disfrutar, es algo horrible. Y se vive igual de feo como familiar de personas con depresión, que como enferma.

     Alguna vez lo platiqué con mi papá. Él me decía que sentía mucha frustración porque, aparentemente, no podía hacer “feliz” a mi mamá. Pero la “felicidad” de otros no depende de ti. Su papá, mi abuelo paterno, también padeció depresión, y muy fuerte: es decir, mi papá sintió el mismo sentimiento que yo de chiquita. Yo era infeliz

 

¿Te sentías así incluso con amigos, en la escuela? ¿No era un tema de cuando estabas en casa?

 

Era todo el tiempo: en la escuela, en una fiesta: todo el tiempo. Me acuerdo que observaba mucho a los niños que parecían estar contentos hasta jugando con la tierra, y me preguntaba por qué yo no podía disfrutar las cosas. 

     Entré a la universidad y siguió el mismo sentimiento. Justo preparando mi tesis, estudiando para el Ceneval, explotó todo.  Explotó muy cañón. Les dije a mis papás “ya no puedo”. Pasé dos días en mi departamento llorando. Lloré tanto que me quedé sin lágrimas. Existe eso de quedarse sin lágrimas. Porque además, junto con esa crisis, me dio un ataque de ansiedad muy fuerte: quería salir corriendo, no podía respirar. No entendía lo que me pasaba y me daba miedo decirlo. Es una sensación que no le deseo absolutamente a nadie. 

 

Ésa fue la primera vez que tus papás supieron que tenías “problemas”...

 

Sí. En realidad yo hacía un esfuerzo para parecer feliz. Como a mí me hizo sentir muy mal la depresión de mi mamá, no quería que los demás sintieran lo mismo por mí. Intentaba sonreír, y eran mis espacios a solas en los que yo decía: “ya no puedo más”. Podía quedarme jetona dos días porque no quería hacer lo que tenía que hacer. Lloraba por cosas que ni siquiera habían pasado. Todo me angustiaba, y dentro de esa angustia se me escapaba la mente: perdía cosas, postergaba y olvidaba compromisos...

 

¿Había factores que detonaran esos ataques?

 

Ninguno. Era random. Eso era lo más raro. Llegaban de la nada.

 

Dices que no, pero te percibo súper organizada.

 

Es que me exigía tanto a mí misma, que busqué mil estrategias para que esas sensaciones no afectarán mi rutina. Si fui funcional, de verdad, fue casi un milagro. La escuela me costó mucho trabajo. Había días que no salía, no porque no me gustara estudiar sino porque no tenía ganas ni energía de salir.

 

Me acuerdo que cuando viviste aquí digamos que “te aparecías”. De repente ibas a la escuela, y luego varios días que ni tus luces.

 

Sí, exacto, me aparecía. Pasaba mucho tiempo sola en mi casa. No tenía ganas de convivir, no tenía ganas de ir a fiestas, no tenía ganas de estudiar.

 

Y en ese entonces ¿tus papás sabían algo?

 

En prepa no. A pesar de que eran muy conscientes de lo que es la depresión, se lo adjudicaban a mi adolescencia. Pero no. La pasé mal, y no por eso.

 

Entonces durante la universidad empezaron a tratarte.

 

Fui con el psiquiatra, me hicieron estudios, y quedó claro que mi caso es hereditario: doblemente hereditario. Mi crisis fue tan fuerte que me encerraron quince días en casa, me inyectaron vitaminas y me dieron Prozac. El efecto del medicamento es una curva, tarda días. Al poco tiempo me gané una beca por la que le chingué un buen para ganármela. Entonces me fui lejos varios meses. Lo que pasó fue que me sentí flat. Ni feliz, ni triste: nada. Estando de viaje podía estar viviendo algo increíble y yo me la pasaba equis. No estaba apendejada, sino “sin sentimientos”.

     Al regresar entré a trabajar a una asociación en contra de la trata de personas. Ahí estuve en contacto con mujeres víctimas de explotación sexual. Ya sabes la historia: violadas, golpeadas, maltratadas. Le tengo una pasión enorme al tema y siempre he intentado ser empática, entonces empecé a trabajar muy de cerca con las internas del refugio. Me quedaba hasta los fines de semana. Tuve un trato muy directo con algunas de ellas. Por un lado, sabía que no podía ponerme zapatos que no eran los míos, sin embargo al mismo tiempo ejercí un rol de contención.

     Con ellas me mantenía fuerte y firme, pero iba a trabajar llorando y volvía llorando. Lo que veía y escuchaba en mi trabajo era demasiado fuerte, además de lo que sentía en mi interior desde antes de esa chamba. Encima, muy seguido hacía comparaciones de sus vidas con la mía: “ellas pasaron esto y lo otro; yo no he vivido cosas tan difíciles”.

 

Eso es un lugar muy común ¿no? Me refiero a poner en balanza las experiencias, cuando en realidad no por “no ser víctima de trata” no tienes derecho a sufrir porque, digamos, te cortó el novio.

 

Creo que todos en algún momento nos hemos “sentado” ahí, en el pensar que no somos merecedores de cierto dolor porque hemos sufrido “menos”. ¿Por qué sufro si la de junto la ha pasado peor? Yo me quedé ahí muchísimo tiempo, y a pesar de estar medicada no sentía mejoras. Entonces renuncié.

 

¿Cuánto tiempo trabajaste ahí?

 

Como dos años. Ya no tenía cambios tan extremos pero seguía sin poder disfrutar mi vida. Renuncié, regresé a vivir con mis papás y, suponiendo que estaría mejor ahí, me dejé de tomar las pastillas.

 

La historia de todas las historias…

 

Fue el peor error en mi vida. 

     Al poco tiempo conocí al novio que considero que fue “el amor de mi vida”. Me vino un rush emocional de ¡no mames! Dejé la medicina (diario echaba la dosis al excusado). Y eso: ahí me ves diciendo “qué bueno que dejé la pastilla porque ni la necesitaba”.

     Pasaron meses y empecé a notar cosas raras. Otra vez falta de memoria, pero gruesa, gruesa; ataques de ansiedad menos constantes pero más localizados. Eso sí: emocionadísima estrenando novio. Adjudiqué todo los síntomas a que había vuelto a vivir aquí. Fue un punto de quiebre muy duro. ¿Te acuerdas cuando trabajaba cerca de las vías?

 

Sí.

 

Bueno, pues un día pasó el tren…

 

Pasó el tren ¿literalmente?

 

Sí, sí: pasó el tren sobre las vías del tren. Ese día estaba muy cansada, muy triste, muy harta. Empecé a pensar que seguramente mi familia estaría mejor sin mí, que mi novio podría conseguirse a alguien mejor que yo, que no estaba siendo un buen ejemplo para mi hermana. Que lo mejor y lo más fácil era que todo se acabara, y que se acabara rápido. Me puse en frente de las vías y dije “sí, ya, ahorita”. Cómo funciona el cerebro que luego luego pensé: “no, mejor mañana me arreglo y mañana me aviento”. Me fui a mi casa, créeme, decididísima.

     Al otro día me levanté, paradójicamente, con bastante entusiasmo. Me fui a trabajar y me paré en las vías del tren. Estuve como dos horas ahí y el pinche tren no pasaba. Justo cuando ya venía me llamó mi mamá. Me marcó para una estupidez: “estoy en el súper ¿necesitas algo?” Le respondí llorando y pensando, todavía, en que otro tren pasaba en dos horas. Pensé que la llamada era “una señal” de que no era el día, o de que no era el tren, o de que no debía hacerlo. Sólo le dije: “mamá, necesito verte en la casa ahorita”.

     Ahí tuve que confesar que había dejado las medicinas. El problema en realidad era que para mí ir al psiquiatra seguía siendo tabú.

 

Pero eso ¿aún con los antecedentes familiares?

 

¡Sí! En mi familia, aunque se sabía de los trastornos, era un secreto a voces. Nunca se hablaba del tratamiento o de la depresión, así, abiertamente. En la escuela lo mismo: los suicidas son pinches locos, los ansiosos son pinches intensos, los depresivos pinches amargados. Eso también hizo el tratamiento muy duro para mí.

     La noche de lo del tren llegó mi novio inesperadamente. Entré en crisis, me intervinieron, y él y mis papás hablaron conmigo para dejarme claras las cosas.

 

Tu novio estaba al tanto de todo ¿no?

 

Lo supo ese día. Se lo oculté mucho tiempo. No se lo quería contar porque conocía la relación de mis papás, porque sabía el sentir de mi papá viviendo con una mujer con depresión, porque es una enfermedad que tiene que ver con todos los puntos de tu vida.

     Mi novio, que antes no había sabido nada, me dijo: “tienes que entender que así como yo tengo alergias crónicas, tú tienes depresión. Te tienes que tomar las pastillas así como yo tomo mis gotas”. Eso fue tranquilizante, pero yo seguía con mucho miedo. Alguna vez salió el tema en una sobremesa con amigos y la mayoría dijo cosas como: “de por sí las viejas son bien locas, ahora agárrate a una con ansiedad o depresión, qué hueva”. Antes ya había tenido un novio con el que terminé por eso.

 

¿Por comentarios al respecto?

 

Sí. Nunca se lo dije, pero yo intenté tocar el tema porque él tenía muchos temas familiares “pendientes”. Le dije que fuera a terapia, después le propuse ir a terapia de pareja por problemas nuestros. En todos esos intentos hizo tantos comentarios hirientes que al mismo tiempo él no sabía por qué me dolían tanto. Era claro que para él estos temas también eran tabú. Sé que no es fácil convivir con mi carácter, y sé que a veces me alteraba por cosas que él no entendía en absoluto. Hasta cierto punto entiendo de dónde venían sus comentarios: que no eran con una intención hiriente, pero dolieron tanto.

     Tal vez si yo hubiera hablado con sinceridad, él lo hubiera entendido y otro asunto sería. Pero tenía tanto miedo y me sentía tan condicionada que todavía no podía hablar de eso. Ahora no lo vivo en silencio: lo saben mis amigas más cercanas, lo hablo con mis papás, lo sabe mi pareja. Creo que un punto medular de vivir con depresión es vivirlo en la verdad, no ocultarlo.

 

Es como salir del clóset.

 

Es otro clóset. 

 

Y ahí ¿recuperaste estabilidad?

 

Por un tiempo. Pasó lo mismo que la vez en la que me intervinieron: cuando empecé a sentirme bien, volví a dejar el tratamiento. En parte porque me sentía bien, en parte porque empecé a tener efectos secundarios. Me daban ataques de ansiedad con temblores de la nada. No podía prender un cigarro porque la mano me temblaba; me empezó a dar fotosensibilidad, entonces no podía salir a la calle sin lentes (veía un rayito de sol y los ojos me lloraban); me daban muchísimos dolores de cabeza. Pero de humor me sentía “normal”. Ahí ya no me sentía flat. Sentía alegría y tristeza, pero eso: ahora eran síntomas muy físicos. Encima, ese tipo de pastillas también puede generar anorgasmia. Y me la generaron. Eso fue lo que más me afectó. A mí y a mi vida de pareja porque no sabía por qué pasaba. Tons pues otra vez: a engañar a la familia y al novio. 

     Un podcast me salvó. En uno de los episodios que habla sobre depresión, supe que hay muchísima gente que vive una vida completamente normal padeciendo depresión. Que además de las medicinas hay alternativas. Que no debe haber miedo de hablar con tu terapeuta y decir abiertamente “no, no me siento bien con esto”. Porque a veces ni siquiera a tus terapeutas, a personas expertas y conscientes de las posibilidades, les quieres compartir lo que estás pasando. Me sentía culpable de estar enferma. Entendí que la única persona con la capacidad para que yo estuviera realmente bien, era yo misma. Eso implicaba ampliar la comunicación con mi psicóloga y con mi psiquiatra, entendí que son mis aliados. Después de eso fui, ya sin tapujos, a hablar de mis síntomas como si estuviera en el dermatólogo.

     Cambié de tratamiento por tercera vez. Sigo con ése. Bye a todos los efectos secundarios. Y también emocionalmente: ya puedo sentirme muy contenta y puedo llorar, como ahorita, que se me salió la lagrimita. Me siento “normal” después de un periodo de cuatro años sin dar con el medicamento correcto. Cuatro años en los que, por momentos, me estaba dando por vencida. 

      Constantemente me recuerdo que no tengo la culpa. Que nadie es responsable de lo que me está pasando. Que es algo con lo que voy a vivir toda la vida. 

bottom of page