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el peso de un elefante desganado

El primero fue hace como once años. Yo tenía diecinueve. Estaba estudiando en la universidad, y creo que un común denominador fueron los problemas familiares: el hecho de no saber decir no, de tener miedo a quedarle mal a alguien, o priorizar a otras personas antes que a ti mismo. No pude disfrutar mi época universitaria: salir de fiesta, quedarme con amigos, irme de viaje. Al otro día siempre tenía que trabajar. No tomaba, no fumaba y no contradecía para no meterme en problemas y, a pesar de eso, nunca llenaba sus expectativas.

     Empecé a estudiar agrotecnología, según yo, en mi trip, para poder alejarme eventualmente de ahí. Poner invernaderos, irme al campo. Mi tirada era alejarme de todo. Total que entro, repruebo todo, me cambio de licenciatura y empiezan a surgir muchos cambios en la empresa donde trabajaba. Un día, de repente, de la nada, me empieza a faltar el aire; voy al baño, me echo agua y se me empiezan a dormir la cara, el brazo, el estómago.

      En ese entonces jamás había escuchado la palabra ansiedad. Pensé que me iba a dar un infarto o que se me había bajado la presión. ¿Saben qué? Llévenme al hospital: me siento muy mal. Ya sabes: desesperación, pánico y todo eso. Llego al hospital. Me revisan signos vitales. Traes una pequeña taquicardia. A ver, tu electro; está perfecto. Me checan esto y esto y lo otro. Tuviste una crisis de ansiedad. ¡Madres! ¿Eso qué es, o qué? Y de ahí pal Real.

   De esa etapa tengo seis meses perdidos de los que recuerdo poco. No aguantaba comer porque sentía que me ahogaba; tenía miedo constantemente. Sin embargo, aquella vez fue más fácil todo porque estaba en la universidad y mis amigos cercanos todavía estaban ahí, cerca. Fui a la psicóloga, pero le seguí con Tafil y mi doctor de cabecera. Empecé a manejar de nuevo. A viajar. Sufrí de agorafobia pero, hasta ese entonces, por un mes, a lo mucho.

      Volví a la universidad, inscribí dos materias, ¡y que las repruebo de nuevo! Con eso ya me sentí muy frustrado. Me juntaba mucho con ingenieros y, en ese entonces, jugábamos en las lap top. Un día, jugando, de repente agarré mis cosas y no regresé nunca.

       Me dediqué a trabajar, y un día mi papá nos dijo que acaban de asignarnos Puebla. ¿Quién se va?. Y yo, así como de broma: Yo, yo me voy. Al otro día ya estaba haciendo maletas para ir a buscar clientes a Puebla.

 

Por lo que entiendo, trabajaste en la empresa familiar desde muy joven…

 

Sí, de toda la vida. De hecho me costaba mucho asumir esa parte, me enojaba trabajar. Creo que nunca me dieron espacio para disfrutar otras cosas. 

    El caso es que me fui para Puebla: a las cinco de la mañana salía de Pachuca para cargar, luego a las seis, seis y media, a San Martín Texmelucan, y de ahí a la central de abastos de Puebla. Así, yendo y viniendo, comiendo en el Oxxo diario, me la aventé como seis meses. Parecíamos traileros mi hermano y yo. Después rentamos una casa por la CAPU. Ahí es donde empecé a tener cositas. Taquicardia, color de brazo...

      Hubo un segundo momento de quiebre específico. Inauguraban el estadio del Santos, en Torreón, y, por la empresa, nos invitaron. Vete con tus hermanos a la inauguración, me dijo mi papá. Pues órale. Me llevé mi Tafil, así como placebo en la cartera (según yo, juraba y perjuraba que mi Tafil me salvaba de cualquier cosa. En esos días era cuando andaba con muchos pensamientos obsesivos, ya sabes: ideas que te provocan la ansiedad). Íbamos a entrar al estadio junto con muchísima gente. Imagínate, estaba ahí Felipe Calderón...

 

Claro, un montón de estímulos por todas partes. 

 

Me empecé a sentir mal, pésimo. Sentía que me iba a desmayar. Pues quédate ahí sentado, afuera. Si te desmayas, igual y sales en las noticias, me decían mis hermanos. Logré entrar cagado de miedo: voy a clavarte las uñas en la espalda, pero por favor no me sueltes. Entré así, súper nervioso. Cuando empezó la inauguración se me quitó. Y de ahí pal Real.

 

Primero empecé a vivir con mi hermano, después con mi hermana. Todos se rotaron para vivir en Puebla, menos yo. Fui el que se quedó ahí fleteando. Pero la situación familiar siempre me afectaba: no tanto el hecho del ritmo de trabajo (levantarme a las cinco, seis de la mañana; tener doce horas de chamba...) sino otras broncas que me afectaban.

     Teníamos una tienda ahí, abajo de la academia. Bueno, pues no vendíamos nada, pero por algún motivo tenía que permanecer abierta. Entonces empecé a tomar decisiones para mí, no para los demás. En una de ésas, antes de abrir ese local, pasé por la academia y me llamó la atención, pero mi noción de flamenco no pasaba de los Gipsy Kings. En Pachuca no había flamenco. No conocía nada ni a nadie, pero me llamó la atención, muy random. Recuerdo haberme dicho “si sigo pasando por acá, un día pido informes”. Al poco tiempo nos asignaron ese local, el de abajo.

 

¿Por casualidad?

 

¡Sí! No conocía el rumbo. Me acuerdo que cuando escuchaba el ruido de las clases, me acercaba. Pasé como cinco veces pero me daba vergüenza entrar. Hasta que me animé: me inscribí con las dos maestras y empecé a agarrar vuelo. Todavía había problemas, pero yo seguí con mis clases de danza. Ya parecía mobiliario de la academia.

     Poco antes de eso, contacté a mi maestro, El Matador. Me metí a la escuela taurina en Pachuca, para ir y venir los fines de semana. Pero ya sabes: sin contactos, eso es imposible. Entré como aficionado práctico, y hacía de todo: íbamos a torear vacas toreadas, en lugares sin ambulancia. Los pueblos de Hidalgo me los sé al derecho y al revés. Si no hubiera sido por el flamenco, no sé qué hubiera pasado. En esos días traía la carga de la ansiedad, y más aún de lo familiar, de las broncas. En los últimos festivales taurinos yo salía a morirme. Mi papá sólo me fue a ver una vez. Nunca hubo algún apoyo y tampoco sentí que lo necesitara: toreaba para mí. Pero conocí el flamenco y me empezó a entrar miedo al torear. Fue eso: encontré algo que me hizo apreciar más la vida.

     Y vino la bronca. Todo iba bien, hasta que nos quitaron la bodega de Puebla. Regrésate. No quería dejar de bailar, y además me dieron ganas de volver a estudiar. Entonces volví por mis papeles para meterme a estudiar en Puebla. Decidí quedarme: empecé a vivir solo, a hacer mis cosas solo, y ésos fueron quizá mis mejores años. Tuve llamadas de atención (de ansiedad) de mi cuerpo, pero no les hice caso. Más bien no sabía cómo leerlo. De repente ya no podía comer en restaurantes: sentía que me ahogaba. 

 

Pero esas sensaciones ya se habían ido.

 

Sí, pero regresaron. Luego me empezaron a dar ganas de orinar en cualquier momento. Estudios, urólogo, y nada. Vejiga hiperactiva, decían algunos. Y, digamos, el pico que había alcanzado con el baile y el estudio, pues se empezó a ir pa’bajo, pa’bajo.

     Hubo un curso en la academia, un curso de verano: lo pagué y me empecé a sentir mal antes de que empezara. Me fui a mi casa y en el camino empecé a llorar. 

Tus ataques de ansiedad no habían sido con llanto…

 

No. Lloraba cuando me enojaba con la familia, pero nada más.

     Pasó eso y al poco tiempo fue la última vez que bailé con público, el último festival, porque empecé con eso: a orinar cada rato. Me frustraba porque era el único hombre y estaba entrando a cada rato al baño. Ni siquiera me concentraba. Entonces se lo conté a una maestra y le pedí clases particulares. Como sea, empecé a bailar menos y a reprobar más. Imagínate, ¡con ganas de ir al baño todo el tiempo!

     Cuando iba de bajada conocí a mi exnovia. En ese momento pensé: por algo la conocí, aquí estaré bien… y ya sabes: el vaivén. Empecé a darle mucha prioridad a ella, a sus problemas: a interponerla a ella antes que a mí.

     Pasa un año, dos, y entre trabajo, universidad y noviazgo, se muda mi papá a Puebla, conmigo. Él es de esas personas a las que ningún chile le embona: quiere que se hagan las cosas sólo como él quiere. Tuvimos muchas fricciones. Muchas, muchas.

     Un día, en plena clase, me empecé a sentir raro: nervioso. Fui al baño a echarme agua. Después me tomé un café. Me cayó súper mal de madrugada. Vomité. Lloré otra vez, como la vez que me tuve que salir del curso. Al otro día, todo desvelado, fui a trabajar, y otra vez. Mal. Otro ataque de pánico, de ésos en los que no te puedes mover: manos contracturadas, el cuello, calambres, todo. Me llevaron a una clínica. Mala idea: ocho de la mañana, tráfico de la central de abastos. En fin, me rompí un empaste de lo fuerte que apreté la boca. 

     Aguanté todavía dos semanas sintiéndome así. Y yo todavía de: no pasa nada, no pasa nada. Otro intento: vamos a San Nicolás de los Ranchos, me dice mi (en ese entonces) novia un finde. A la mitad del camino le digo: regrésate, me siento pésimo. En ese momento le hablé a mis papás. No sé qué pasa. Ya valió. Ya no la armo aquí.

 

En todo esto, tú no ibas a terapia.

 

No, para nada.

     Después de eso ya no fui a clases. No me gradué. No fui a la academia otra vez. Perdí de golpe la capacidad de viajar, de agarrar el coche e irme a donde quisiera. Regresé a Pachuca. Fue perder todo de un día a otro.

     Todavía de regreso, mis papás en frente y yo detrás, me dio el peor ataque que me ha dado en mi vida: berreaba, berreaba del miedo. Sentí, literalmente, que me iba a morir. Y me metieron a la primera clínica que pudieron, a medio camino, en Tlaxcala. Ya cuando estás ahí, con el Clonazepam o Rivotril o no sé qué me inyectaron, piensas ¡madres!, y ahora, ¿qué? ¿Qué viene, qué falta?, ¿cuánto más?

     Llegué a Pachuca dopado y se vino la parte más dura. Desarrollé agorafobia. Si lo piensas, es una verdadera tontería, pero es algo que te come la vida.

¿Ésa fue una conclusión tuya o un diagnóstico médico? Quiero decir, en ese entonces.

 

No sabía bien qué onda. La ansiedad está ahí: te sientes ansioso y te está costando trabajo salir. Y a mí, que iba y venía a todos lados sin bronca. La primera temporada que realmente no pude hacer eso fueron como seis meses. Después empecé a salir con mi hermano, pero ya no era lo mismo. Manejar solo: no. Ir a ver a mi novia: tampoco. Contraté a un chofer y se volvió mi escudero. Él estuvo en todo el proceso desde que volví. Fui con una psicóloga pero no me ayudó mucho. Mi familia me empezó a echar en saco roto. Me di cuenta que me las tenía que arreglar solo.

     Se redujo cada vez más el espectro. De poder salir, al menos con chofer, todo se fue reduciendo, reduciendo, reduciendo. Mi ex novia empezó a venir cada fin de semana para verme, y ella manejaba: al cine, incluso a Real o Huasca, que es una hora manejando. Para mí eso ya era ¡uf!, bastante. Y entre mis picos y bajadas, con ella me sentía seguro, me aventaba a hacer cosas. ¡Logré ir a una boda! De Pachuca a Satélite y de Satélite a Cuernavaca, ¡y de regreso! ¿Cómo le hice? Cerré los ojos, me puse los audífonos y pensé: tengo que llegar. Y, como te digo, la empecé a cuidar a ella antes que a mí.

     Cuatro meses después, pedí el chofer para una fiesta familiar, y no me dejaron contratarlo. Oye, ¿sabes qué?, no tengo cómo ir. Y al poco tiempo: por tu ansiedad, ya no aguanto. Ahí la dejamos. Todavía me acuerdo de sus palabras. O sea, no fue por borracho, ni por putero, ni por drogadicto, ni por machista. Fue porque tenía una enfermedad mental. En mi lógica la cosa era recíproca: si hubiera sido al revés, u otra enfermedad suya, yo no me hubiera ido. Le dije que no me merecía esto. Lo peor que podía hacer era disculparme por tener una enfermedad que yo no pedí.

     Y se me vino el mundo encima.

 

En todas estas idas y venidas, ¿no pensaste en atenderlo constantemente? Quiero decir, en ir a terapia...

 

Sólo hasta que troné definitivamente con ella empecé a ir. Como un año antes conocí a una amiga suya que me dijo que su mamá era terapeuta. Pues me acordé de eso y empecé, al fin, a tomar terapia, porque de ahí sí me fui para abajo. Al poco tiempo tan sólo la palabra salir, me daba nervios.

 

¿Había estímulos en particular que te alteraran visual, auditivamente… algún patrón?

 

Sí, claro. Se me viene mucho el flashback de la crisis en Tlaxcala, la que fue en carretera. A mí si me dices carretera, más de una hora, me pones nerviosísimo. No llego.

 

Pero es el movimiento, el trayecto, el alejarte de casa…

 

Alejarme de casa, y esa inmensidad de la carretera que en otros años era libertad y se transformó en abandono. ¿Qué pasa si me da una crisis en medio de la nada? ¿Qué si me toca un accidente y estoy parado ocho horas en medio de la autopista? Eso. Eso a mí me pone de cabeza… Y súmale alguna bronquilla familiar (porque pasan seguido): se recrudecen y tengo recaídas. Ahora, por ejemplo, falté como dos semanas a trabajar porque no aguantaba estar en el coche.

 

¿Tus papás estaban conscientes de todo? ¿Para ellos era una enfermedad?

 

No. Para ellos es: no tienes nada, todo es mental; sal. Piensan que lo hago para llamar la atención y, al contrario, me siento frustrado estando aquí, otra vez. Yo vivía solo, ganaba mi dinero, hacía mi vida, y tuve que regresar con ellos por esto.


Es decir, hay un patrón, la familia, como punto o catalizador de inestabilidad, sin embargo volviste…

Tuve que volver a la fuerza. Estoy aquí por necesidad, porque si estuviera al cien andaría en otra ciudad, saldría: a lo mejor tendría relaciones sentimentales con alguien más. Pero es que tu radio de acción se reduce de Cholula a Zavaleta, y hasta ahí aguantas.

 

¿La ansiedad surge en el trayecto, en el lugar de destino, o en ambos?

 

En ambos. Cuando fui a la boda ésa, a Cuernavaca, de repente ya me veías en el baño respirando, o alejándome para caminar. Es un estado de alerta constante.

 

¿Y tus hermanos?

 

Al principio hubo apoyo. Mi hermano mayor pasó por lo mismo: ansiedad y una etapa de agorafobia fuerte. Sin embargo, no se le manifestó al punto de no poder salir. Creo que la ansiedad tiene algo de hereditario, la agorafobia no lo sé.

     Mucha gente que sufre de ansiedad ha tenido periodos de agorafobia breves, pero a algunos se nos queda pegado ese “interruptor”. Tengo dos amigas que conocí en redes sociales buscando, pensando si yo era el único “bicho raro”. Ya sabes: Facebook: “agorafobia”: buscar. Así las conocí. Entonces te das cuenta que no eres el único que está pensando y sufriendo algo así. Aunque sean de España, México, Colombia, tenemos los mismos pensamientos, o por lo menos similares… Que se te va la vida y ves cómo los demás están siguiendo con la suya.

 

¿Sientes que se te va, literalmente, o que pasa el tiempo sin hacer lo que quisieras?

 

Que está pasando el tiempo, y que se te acaba. Por ejemplo, si me preguntas dónde están mis amigos: mi mejor amigo está en Londres estudiando un máster y, ya te imaginarás, en la madrugada sus mensajes de me fui de viaje, me ligué a tal, probé esta droga, visítame.  Otro que se fue a España y me preguntó si quería algo de allá…

 

Después de todo esto, ¿buscaste otro pasatiempo, ejercicio, alguna actividad de contención?

 

Llevo como tres años practicando artes marciales. Ya soy cinta azul. Me ha servido, lo malo es que lo he dejado estos dos meses por otra recaída. Ayer precisamente tuve terapia por Skype. Hicimos una meditación tántrica. Literalmente, lo que se me vino a la cabeza es que yo era un elefante, pero con un vaivén pesado; no era el elefante que camina y camina y camina y que sabes que va a recorrer medio África, sino el peso de un elefante desganado, de lado a lado, con sentimientos de culpa, ira, tristeza. Sientes los ojos como si trajeras libras de plomo en los párpados.

     Todavía me cuestan los trayectos. Siento que retrocedí. Ahora no aguanto más de una hora fuera de casa.

 

Me sorprende el contraste. Nada de esto viene de una persona que no saliera o que viajara poco, sino todo lo contrario.

Duele un chingo, pero te hace madurar bastante. Madurar y crecer duele. Aprendes a apreciar lo sencillo.

 

¿Los ataques disminuyen? ¿Has encontrado una sensación de libertad entre paredes? Suena estúpido, pero...

Híjole. Son etapas. Te diría que meditando, pero no. Siempre permanece el deseo de querer salir. Quiero ser libre.

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